Yeguas exhaustas, de Bibiana Collado Cabrera, editorial Pepitas de calabaza
- Javier Arriero

- 23 jul
- 3 Min. de lectura

Lo único peor que ser pobre es ser pobre y mujer. Ser pobre implica estar permanentemente sometido a las necesidades imperiosas de un presente continuo que no te deja fuerzas para pensar ni energía para planear, o siquiera imaginar, alguna posibilidad de futuro. Ser pobre y mujer es lo mismo, pero peor. En un momento especialmente revelador de la obra, la madre de la protagonista le recomienda que logre un trabajo de cajera en Mercadona, porque cuando estás embarazada te dejan sentarte en la caja. Y eso es lo máximo a que se atreve a aspirar. No es que los pobres sean vagos y carezcan de ambición y deseos de progresar, como a veces se oye decir a los pudientes, es que los pobres carecen de dinero por mucho que trabajen y su ambición es lograr llegar a fin de mes, lo que consume todos sus esfuerzos. Ser pobre implica que te revienten en trabajos de mierda que te desfondan hasta el punto de que acabas llorando, incapaz de volver a casa, porque no te quedan fuerzas. Es el mercado, amigos.
Pero aún hay algo todavía peor que ser pobre y mujer: ser pobre, mujer y de pueblo, como la protagonista de Yeguas exhaustas. Si eres pobre y ruralina, incluso el acceso a la cultura está limitado. La poca cultura que llega a tu remoto pueblo provoca las burlas de los urbanitas. La banda sonora de esta narración autobiográfica es esa música que solo se vende en los mercadillos y las gasolineras. Y por mucho que se venda, se la considera indigna de aparecer siquiera en alguna lista de éxitos populares. Como las mujeres pobres y rurales, habita en el lado oscuro de la luna.
Pero existen las becas. Así es como la protagonista va pagándose la carrera de filología hasta llegar al doctorado, momento en que ya no hay más becas disponibles y tiene que enfrentarse al hecho de que no ha cotizado, que tampoco ingresa ya los mil euros que la mantenían en la más estricta subsistencia, y que toda esa larguísima carrera de fondo en realidad no le ha permitido salir del hoyo, porque los que copan la industria cultural son aquellos que pueden trabajar gratis tantos años como exija la empresa porque sus familias tienen pasta. Y la narradora es consciente de que tampoco le hubiera servido de mucho decantarse por una de esas carreras que van del business, porque las carreras que van del business son el medio en que la elite se perpetúa usando sus contactos y devuelve abajo a los becados (¡ay, ilusos!) que tratan de escalar su cumbre.
El ascensor social ya no funciona, si es que alguna vez ha funcionado, eso ya lo tenemos claro. Pero… ¿cómo evitar que esas masas de desfavorecidos perpetuos se revuelvan, exigiendo un poco de futuro y de equidad? Pues eliminando la clase baja y sustituyéndola por la clase media. Porque, ¿una doctora en filología cómo va a ser de clase baja, si es doctora en filología? Aunque no pueda ni pagarse el billete de autobús.
En España, exceptuándome, ya no hay proletarios, que es algo trasnochado que provoca conciencia social y lucha de clases (¡Qué antiguo! ¡Qué horror!). En España hay los mismos pobres de siempre o más. Pero cuando logras convencerlos de que, contra toda evidencia, en realidad no son pobres, sino de clase media, se están quietecitos. Virgencita virgencita que me quede como estoy. Y de ese modo consiguen que sigamos corriendo con la lengua fuera en un presente continuo, como yeguas exhaustas.



Qué bueno!!! Quizá el problema es ese,asumir de una p***vez que somos pobres y dejar de ansiar ese "ocio" de ricos: que no podemos irnos de vacas ni pagar retiros de bohemios pijos. Me ha encantado la reseña, leeré el libro. Gracias.