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Danza macabra, de Stephen King

  • Foto del escritor: Javier Arriero
    Javier Arriero
  • 28 sept
  • 4 Min. de lectura
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No se trata de una novela, sino de un ensayo acerca de la ficción de terror y sus mecanismos internos. El amigo Stephen usa un tono coloquial, jocoso, con ese desparpajo del estadounidense con gorra, que intenta casi obsesivamente evitar cualquier parecido con un ensayo académico, pero lo que no puede evitar ser más profundo de lo que parece. Igual que sus obras. Stephen tiene un talento descomunal pero ha escogido dedicarse a vender libros, lo que provoca una disonancia en el lector por la cual no sabes muy bien a qué atenerte en ningún momento. Lo único que parece claro es que a sus novelones de calzar mesas les sobran 500 páginas de las 1000 que lo componen, y que la obra sería aún mejor si las 500 páginas se redujeran a 300. Pero de alguna manera, consigue que sigas y sigas y sigas leyendo, no porque estés pendiente de la resolución de un misterio, que crees que esa es la causa. En realidad ninguna trama de misterio, o que se reduzca a la sorpresa final, puede sostener la tensión a lo largo y ancho de esa cantidad monstruosa de páginas. Lo que te importa no es el misterio, sino los personajes, y qué hacen los personajes con él, y qué hace con ellos el misterio. Por eso la historia se te hace hasta corta.

Ese talento de gran escritor embebe este magnífico ensayo. Aunque el terror, durante mucho tiempo, fue un género desdeñado, reducido a las novelitas de bolsillo, al pulp, a la literatura popular, hay que recordar que algunos de los más relevantes clásicos del siglo XIX son obras de terror: toda la obra de Poe, Frankenstein, de Mary Shelley, El extraño caso del Doctor Jekyll y Míster Hyde, de Stevenson, Otra vuelta de tuerca, de Henry James, por solo citar a algunos. El terror no ha sido reducido al pulp porque, como género, sea inferior a cualquier otro. Ha sido reducido al pulp porque durante mucho tiempo las novelas de género dejaron de considerarse alta literatura. Afortunadamente, desde finales del siglo XX, los conceptos de alta literatura y literatura popular han dejado de resultar operativos, los géneros han dejado de serlo por hibridación, y el mapa se ha hecho más rico y diverso.


Aún así, Stephen comenzó su carrera antes de que esto sucediera, tomó la decisión de hacerse rico con sus obras, y sigue en ese nicho de captar muchos lectores a cualquier precio. Pero eso no quiere decir que no sepa perfectamente de qué hablamos cuando hablamos de terror.


En la primera mitad del libro, la más relevante, se lanza a analizarlo de forma afilada y profunda. El relato de terror habla de la confrontación entre lo apolíneo, que encarna aquello que queremos ser, nuestra mejor cara, nuestro ideal, y de lo dionisíaco, que encarna nuestros instintos libres de traba. En la tensión entre esas dos fuerzas opuestas, de su confrontación, surge la literatura de terror. Que en realidad solo funciona cuando pulsa nuestros miedos más inconfesables y los confiesa, cuando agarra de los pelos lo que se agazapa en la oscuridad y, tras darle cuerpo, lo arrastra a la luz del sol, obligándole a deshacerse en el alivio. Como Drácula. Y no es fácil que una obra de terror funcione, porque, como toda obra de arte, explora lo inexplorado, lo extremo, recorre esa delgadísima línea entre lo nunca visto y lo ridículo. Por eso una obra de terror es tan arriesgada, porque el monstruo ya visto no asusta, causa risa. Y la risa puede llegar a ser otra forma de catarsis del terror, pero para lograr ese doble salto mortal hay que ser un genio. La parodia, en cambio, desactiva toda posibilidad de terror. Como ese pequeño marcianito verde subido a una bici de niño con una pistola de rayos que pedalea enloquecidamente mientras va fulminando humanos en el tercio final de Tommynockers. Es tan pueril que, bueno, está bien como parodia, pero tampoco provoca esa risa catártica. Quizá por eso Tommynockers no se recuerda como una de las mejores obras de Stephen. Pero eso sí, durante las 800 páginas anteriores a la aparición del marcianito hemos sentido un intenso terror existencial identificándonos hasta la médula con el protagonista, un poeta frustrado, alcohólico y demasiado bueno para este mundo de inquinas y miserias, que es lo que venimos a ser todos. Que al final aparezcan marcianitos verdes para montar una juerga homicida es lo de menos.


La diferencia que establece Stephen entre el terror y el horror es sencilla: el horror es terror más asco. De hecho, no establece complejas categorías, sino que las va simplificando hasta mostrar los resortes más elementales del mecanismo, lo que se esconde bajo lo que se esconde, llegando a conclusiones muy sencillas. Que no simples. Como lo son los cuentos para niños, esos tremendos relatos de terror que pasan de una generación a otra y que siguen siendo efectivos en cualquier tiempo y entorno, porque se sustentan en los simbólico.


Stephen no se limita en su análisis a la obra literaria; también recurre a todos los formatos de la ficción, películas, series de televisión, tebeos. Aunque es una pena que la obra no vaya más allá de los setenta. Ojalá hubiera ampliado la edición con los fecundos años que vinieron después, cuando esos niños criados con pulp lo cribaron y reivindicaron la calidad de algunas de sus obras. El problema de la segunda parte del libro no es tanto que se refiera preferentemente a lo audiovisual como que es muy local, citando obras que nunca se han traducido, películas y series de televisión que no se han emitido, y haya muchas referencias a individuos que ignoramos quiénes son. El pulp tuvo una producción ingente, apenas manejable, y solo una parte de esa masa salió fuera de las fronteras de Estados Unidos.

Pero la primera parte de Danza macabra es más que recomendable para cualquier escritor. El universo es terrorífico, así que el terror nos toca a todos. De hecho, vivimos dentro de él.


 
 
 

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Invitado
28 sept
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Guais

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