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Una historia del misterio 6: la verdad nunca es toda la verdad

  • Foto del escritor: Javier Arriero
    Javier Arriero
  • 13 ago
  • 4 Min. de lectura
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Si algo define a la verdad es que nunca es toda la verdad. Pero en aquel momento nadie dudaba de que Newton había desnudado el universo. Y al hacerlo había acabado con el erotismo.


El misterio del universo acaba de desvanecerse y la humanidad queda reducida a lo explicable, a lo evidente; a lo esperable. La certidumbre es como un puesto de funcionario en un archivo municipal. Fiable, cómoda, segura. Y aburrida. Aporta tranquilidad, sí, pero a larga puede aniquilar a cualquier ser humano cuerdo. Certidumbre es un antónimo de pasión, un estado en el que nunca ha pasado nada y nunca pasará. Conviviendo en el mismo universo que Newton acaba de reducir a la certidumbre hay un grupo de extraños seres que jamás habrían optado a un puesto de funcionario en un archivo municipal: los románticos.


Para la conciencia popular, que es una especie de media de la humanidad (tirando a la baja) que, aunque buena narradora, suele ir muy por detrás de su propio tiempo, un romántico es un tipo que regala flores. Constatando que en tiempos de Isaac Newton la conciencia popular todavía se guiaba por conceptos religiosos propios de la edad media, podemos sospechar lo equivocada que es semejante idea del romanticismo.

El romanticismo supone una revolución artística en la que por primera vez el ser humano ensaya una mirada lo suficientemente penetrante como para atisbar un abismo. Descubre un abismo en su interior, un abismo en aquello que está fuera de él, y una distancia insondable entre él mismo y lo que le rodea. Digamos que, básicamente, el romanticismo indaga en aquellas rincones velados por la penumbra, es decir, se alimenta del misterio. El mismo misterio que Isaac Newton había amenazado con aniquilar de una forma casi compulsiva. De todas formas, la mecánica celeste importaba poco a los románticos, porque el firmamento está más allá de lo humano, y el arte se interesa por aquello que es humano. Lo que sí les importaba a los románticos eran los colores.


Isaac Newton había logrado reproducir en su propia casa algo tan romántico como el arco iris, reduciéndolo a la vulgaridad de lo doméstico. Para ello, Newton hizo pasar un rayo de luz a través de un prisma. No fue el primero que usó este método con los mismos fines, pero aquellos precursores creyeron que el prisma modificaba la calidad de la luz, tiñéndola. Newton fue el primero en comprender que, en realidad, todos los colores del espectro estaban contenidos en la luz blanca y que el prisma, sencillamente, la descomponía. Es decir, los colores estaban allí desde el principio, y el prisma era aquello que los revelaba, del mismo modo que la manzana había revelado el bien y el mal que contienen los hechos objetivos.


Hoy nos resulta difícil comprender la indignación de los románticos frente a este tipo de experimento que parece casi infantil. Para comprenderlo, recurriré a un símil contemporáneo. Es como reducir el amor (ese misterio) a una suma de hormonas.

Pero veamos la reacción de los románticos, y para ello vamos a viajar en el tiempo, a una noche de diciembre de 1817, en Londres. En casa del pintor y crítico inglés Benjamín Haydn se han reunido un grupo de románticos, entre ellos el poeta John Keats, William Wordsworth y Charles Lamb. En la pared, el nuevo cuadro de Haydn, con la pintura todavía fresca. El cuadro muestra a Jesucristo entrando en Jerusalén, escoltado por dos figuras: Newton, como creyente, y Voltaire, como escéptico. Los allí reunidos hablan de lo divino y de lo humano mientras corre el licor. Finalmente, Charles Lamb, que está borracho, le reprocha a Haydn que haya incluido a Newton en ese cuadro, “un tipo que no creía en nada a menos que estuviera tan claro como los tres lados de un triángulo.” John Keats se unió a Lamb: cómo podía estar Newton allí, alguien que había destruido la poesía del arco iris al reducirlo a los colores del prisma.

Tres años después de la cena, en su poema “Lamia”, Keats volvería sobre el tema en estos versos:


“¿Acaso no vuelan todos los encantos

al mero toque de la fría filosofía?

una vez había en el cielo un arco iris tremendo;

conocemos su rama, su textura: está indicada

en el insulso catálogo de las cosas comunes.

La filosofía cercenará las alas de un ángel

conquistará todos los misterios con la regla y la línea,

vaciará el aire de fantasmas, y la mina de gnomos...

destejerá un arco iris...”



Lo que tanto Newton como Keats ignoraban es que, por mucho que nos esforcemos, el misterio se prolonga incluso más allá de sí mismo. El aire no estaba, ni mucho menos, vacío de fantasmas, ni entonces ni ahora. De hecho, el misterio habitaba a ambos lados de ese arco iris sobre el cual creían saberlo todo, incluso demasiado. Más allá de los colores que vemos, justo por debajo del rojo y por encima del violeta, hay colores que no puede percibir el ojo humano: el ultravioleta y el infrarrojo.


Pero, para Keats, el arco iris había sido domesticado, y a partir de ese instante estaba condenado a engrosar el insulso catálogo de las cosas comunes. Sin embargo, el verdadero problema del misterio radicaba en la percepción de Keats, no en el color. ¿Puede un color ser insulso, común, vulgar? ¿Pornográfico? En cierto modo, la ciencia es una especie de vestigio del paraíso donde el bien y del mal no tienen cabida. Ese es un territorio del arte. La ciencia se ocupa de los sustantivos, el arte de los adjetivos. El mar es azul, pero ningún mar es azul. Basta observar con detenimiento para comprobar que azul no es más que una palabra insuficiente que anula la gama de tonalidades en constante cambio que contiene el más uniforme de los mares azules.

Del mismo modo que el deseo no habita en los órganos sexuales, sino en el cerebro, el erotismo del color no está en la longitud de onda que captan las células de nuestro ojo, sino en el modo en que contemplamos. La ciencia ilumina un universo inopinado, es la forma de nuestra mirada la que convierte en común o extraordinario lo que nos rodea. Es nuestra mirada la que opina.

Y si es nuestra mirada la que opina, para llegar a la verdad de lo que hay fuera debemos mirar también hacia nosotros mismos.

La siguiente historia es la de alguien que supo observar dentro y fuera de sí mismo.


CONTINUARÁ...



 
 
 

1 comentario

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Susana
13 ago
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Qué bello!!!🥹🥹🥹

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