Una historia del misterio 4: Un hombre como una metáfora, segunda parte
- Javier Arriero

- 4 ago
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Desde el principio del cristianismo Jesucristo es un Dios abierto a la interpretación. Para Pablo de Tarso su buena nueva debe extenderse a la humanidad entera, incluyendo los no judíos. Para Santiago, el hermano de Jesús, es un Dios exclusivo para los elegidos de entre los elegidos, el pueblo judío. Los evangelios apócrifos, es decir, aquellos que no pasaron a formar parte del canon eclesiástico, se multiplican, hasta el extremo de que muchas de las iglesias primitivas siguen su propio evangelio y desechan el resto. Por eso, el autor del Apocalipsis advierte: “Yo declaro a todo el que escucha las palabras de la profecía de este libro: si alguno les añade algo, Dios le añadirá a él las plagas que están escritas en este libro”. Jesucristo es un relato que sigue escribiéndose después de Jesucristo, que aún hoy en día es un misterio abierto a la interpretación que continúa inspirando nuevas narraciones. Es un enigma inagotable. Cuando Constantino convierte al cristianismo en la religión oficial del imperio, su primer cometido es consensuar mediante sucesivos sínodos una visión unívoca de Jesucristo, con poco éxito. La propia naturaleza de Cristo que reflejan los evangelios, Dios y hombre a la vez, es un misterio que impide la literalidad.
El cristianismo no sólo trae consigo un nueva concepción del texto, sustituyendo la literalidad por la metáfora, también inventa un nuevo modo de lectura, la lectura interior. Antes de Cristo los textos eran concebidos para ser declamados exclusivamente en público, ante un auditorio. En cierto modo son la inscripción de un relato oral. Carecían incluso de puntuación, ya que era el orador quien determinaba las pausas. A partir de Cristo el texto se concibe para ser leído en soledad, de forma independiente y silenciosa, lo que hace necesaria la invención de la puntuación. El hombre romano es un hombre público. Sin oscuridad interior, con un carácter determinado desde el nacimiento, compuesto por un conjunto de virtudes trabajadas y vicios reprimidos que encuentran su equilibrio en la templanza, en el esfuerzo de la propia voluntad. El hombre romano es un actor que se expone permanentemente en el escenario de la vida pública. No se transforma. Sencillamente, en determinadas circunstancias, sale al escenario lo mejor o lo peor de un carácter inamovible que siempre ha estado ahí. El cristianismo revoluciona esta concepción del ser humano, que ahora puede redimirse, arrepentirse, cambiar. El cristianismo apea al ser humano del escenario de lo público y lo lleva a la oscuridad de su conciencia, allí donde puede llamar a Dios Abbá. Le dota de su propia puntuación y de su propio silencio, y lo hace a través de la lectura de los evangelios. El primer esfuerzo que realizan los evangelizadores de los pueblos bárbaros situados más allá de la cristiandad es el de traducir la Biblia a las distintas lenguas para que pueda ser leída por todos de forma independiente y silenciosa. El cristianismo sólo deja de ser plural en la alta edad media, con un analfabetismo tan extendido que impide la lectura individual. A partir de ese momento los evangelios pasan a ser pertenencia exclusiva del clero, que hurta el texto al público. Los evangelios siguen leyéndose en las iglesias, pero en latín, un idioma que los laicos ya no pueden entender.
Una de las acusaciones que la iglesia católica le hará a la herejía cátara es la de traducir los evangelios para que puedan ser entendidos por todos. Jesucristo queda reducido a la literalidad durante toda la edad media, hasta la invención de la imprenta, que permitirá una nueva difusión de los evangelios entre capas extensas de la sociedad, devolviéndole a su verdadero lugar; el de la metáfora, que, como indica el diccionario de María Moliner, “consiste en usar las palabras con sentido distinto del que tienen, pero guardando con este sentido una relación descubierta por la imaginación”. Para verificar hasta qué punto influye la imaginación en nuestra concepción de Jesucristo, bastaría con hacer un recorrido al modo en que se representa en el arte.
Jesucristo es un artista que no firma ninguna obra, ni siquiera la curación de un leproso, al que ruega que no difunda quién lo ha sanado; y no lo hace porque su propia vida es una obra de arte, y como toda obra de arte, exige que entremos en ella, permitiendo que a través de los textos que la narran lleguemos a una interpretación personal, es decir, metafórica.
CONTINUARÁ...



Osea, que todo se jodió cuando apareció la Iglesia,¿De donde saca UD tanto conocimiento?, me ha gustado la escena. Y por favor,que todo el mundo se lea " Si te nombro al revés"; absolutamente perfecta.