Una historia del misterio 3: Un hombre como una metáfora, primera parte.
- Javier Arriero

- 31 jul
- 5 Min. de lectura

Un hombre como una metáfora
Detrás de Cristo, una idea de Dios, está Jesús, un hombre de carne y hueso. Los historiadores están de acuerdo en este punto. El problema estriba en que lo único que puede asegurarse acerca del Jesús histórico es que nació y murió, que es lo mismo que puede asegurarse de cualquier otro ser humano.
Disponemos de muchos textos que nos hablan de Jesús. Son numerosos y detallados. Algunos de estos textos, en concreto los evangelios que conforman el nuevo testamento, fueron redactados con una proximidad a los acontecimientos mucho mayor que, por ejemplo, los textos acerca de Alejandro Magno o de César que han llegado hasta nosotros. Estos cuatro evangelios (Marcos, Mateo, Lucas y Juan) fueron redactados entre treinta y cincuenta años después de la muerte de Jesucristo. Se dice que los evangelios son textos interesados. Quieren algo de nosotros. En realidad, todo texto literario es interesado y pretende algo del lector. La diferencia principal es que los evangelios quieren nuestra fe, es decir, tienen un fin teológico. Los evangelios no nos hablan de Jesús, sino de Jesucristo. Y por su forma son textos únicos en la historia de la religión. Los textos religiosos, aunque estén escritos por varias manos, como es el caso del Antiguo Testamento, dan una única versión de cada hecho. En el caso de Jesucristo, sin contar los evangelios no canónicos, es decir, aquellos que no están contenidos en la Biblia, que son muchos, tenemos cuatro versiones de unos mismos hechos, y esas distintas versiones a veces coinciden y a veces no. Incluso en el caso de aquellos que tienen más coincidencias, los evangelios de Marcos, Mateo y Lucas, los llamados sinópticos, los hechos relatados son a veces contradictorios. Jesús nace en Belén, y también nace en Nazaret. Y aún más importante, Jesucristo grita con su último aliento “dios mío, por qué me has abandonado” (Marcos), y también proclama, “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas). Y sin embargo, una única exhalación no puede contener ambas afirmaciones.
En el conjunto final de lo que llamamos nuevo testamento confluyen muchas intenciones. Las de los autores de cada evangelio, que tenían su propio concepto acerca de Jesucristo, y también las de sus editores, que seleccionaron cuatro evangelios de entre los existentes y los situaron unos junto a otros, en igualdad de condiciones, pese a ser en algunos puntos tan distintos. Al ser colocados unos junto a otros, funcionan como un puzle que exige del lector que haga elecciones. El propio Jesucristo, aunque se expresa a través de actos que no dejan espacio para la duda, es en su discurso ambiguo y oscuro, y se comporta como un enigma que debe ser interpretado, hasta el extremo de preguntar a su auditorio, “y vosotros ¿Quién decís que soy?”
Jesucristo no es un Moisés que baja de la montaña con unos mandamientos grabados en piedra y que componen un manual de instrucciones que deben seguirse al pie de la letra. No se comporta como un líder. Se comporta como un artista. Cuando habla, usa la parábola, la metáfora. Exige que el lector entre en la narración y la interprete. No niega la ley de Moisés de forma explícita, pero censura una y otra vez a los fariseos, lectores literales de la ley mosaica. Jesucristo acepta la ley en su totalidad, porque un mandamiento sólo puede ser revocado con otro mandamiento, y no es eso lo que él pretende. Pide que cada ser humano le interprete por sí mismo, que escoja los matices de su propio evangelio. Evita la literalidad hasta tal punto que incluso se esfuerza en no dejar una sola palabra por escrito. Los fariseos ponen ante él a una adúltera y le dicen “en la ley, Moisés nos mandó apedrear a ésas: pero tú ¿qué dices?”. Jesucristo escribe en el suelo con el dedo, sin pronunciar una palabra. Cuando insisten acerca de qué deben hacer, él les dice, “el que esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Juan no menciona qué es lo que ha trazado en el suelo, y no lo hace porque Jesucristo ha evitado de forma intencionada recurrir a la palabra escrita para detener a la muchedumbre. No ha revocado la ley con una nueva ley, sino que ha forzado a su auditorio a encontrar la respuesta en su propio interior.
Lo que uno esperaría de una religión es precisamente la literalidad, un detallado manual de comportamiento, una explicación global, pero no es eso lo que ofrece Jesucristo. No viene a escribir, viene a borrar. Lo que desea borrar es una parte del Génesis, la condenación de Adán y Eva. Y al hacerlo aparece una visión de Dios muy distinta. Yahvéh ya no es vengativo ni colérico. Ya no teme la inmortalidad de su creación, razón por la cual, según el Génesis, expulsa al ser humano del paraíso. Incluso se la ofrece con una inmensa generosidad, perdonando setenta veces siete. Jesucristo transforma la lectura del Génesis, podría decirse incluso que la completa. Dios es poder, como anuncia el Génesis, pero, al anular esa condena sobre el ser humano, Dios resulta ser, ante todo, amor. Y Jesucristo es la prueba viviente, y sufriente, de este hecho. Esa es la premisa en la que basa su doctrina; en los hechos. Hasta el extremo de sacrificar su vida. Es posible malinterpretar una sentencia, pero es imposible tergiversar sus actos, la bondad intrínseca en la curación de un leproso o en la muerte en una cruz, suplicio especialmente infame, para redimir a la humanidad. Jesucristo es también Dios, y renuncia precisamente a aquello que le define, el poder. Incluso renuncia a una parte del misterio que le envuelve desde ese “Al principio...” para compartir el pan con el ser humano y ofrecernos una nueva imagen de sí mismo, aunque, curiosamente, la visión de Dios que compone Jesucristo es menos antropomórfica que la del Antiguo Testamento. Él mismo se deja dominar por la cólera al azotar a los mercaderes del templo, y siente el miedo en Getsemaní, poco antes de ser detenido, rogando, “Abbá, Padre, todo te es posible: aparta de mí este cáliz” (Marcos). Pero esas muestras de falibilidad y temor son, precisamente, las que hacen a Jesucristo humano, y recaen exclusivamente sobre su humanidad. Aquello que es divino sigue habitando en las alturas, aunque Jesucristo se relaciona con el misterio que es Dios de forma directa, usando incluso un término de una familiaridad inusitada en el judaísmo, refiriéndose a Dios, una entidad todopoderosa cuyo nombre ni siquiera debe ser pronunciado, como Abbá, padre. Pero es un padre situado, paradójicamente, muy por encima de lo humano. Exento de miedo y cólera, con una capacidad de amar y perdonar que solo puede ser definida como perfecta, muy por encima de lo terrenal. Jesucristo rasga el velo del templo y hace que el Dios judío, contenido y reglamentado, se extienda sobre toda su creación, convirtiéndose en algo tan cercano que habita en el interior de todas las cosas, incluido el ser humano. Pero al mismo tiempo conserva la plenitud de su misterio de un modo sutil. “Parte un leño y allí estaré, levanta una piedra y me encontrarás” (Evangelio apócrifo de Tomás).
El Antiguo Testamento se basa en la lectura literal de un pasado inaccesible del que existe una versión única. Jesucristo rompe con este modo de lectura. Es un relato en presente. No entra en escena desde la oscura lejanía de una tradición oral anterior a la escritura, desde el mito y la leyenda, entra en escena desde la historia, en un lugar y una fecha concretas. Quien quiera ver, que vea. El Nuevo Testamento es un relato fragmentario, multiforme, oscuro, de un Dios que también es un ser humano y a quien en el momento de su muerte le asalta la duda y que también, a la vez, mantiene su convicción hasta el último suspiro. La ruptura con el modo de lectura literal que comienza con el nuevo testamento llega al extremo en el Apocalipsis, donde se hace concluir al Antiguo Testamento en un futuro críptico y repleto de simbología, un punto de fuga del Génesis.
CONTINUARÁ...



Me encanta esa idea de Jesús o Jesucristo, necesitamos pausa para darnos cuenta de eso y poner el Amor por encima de las bajas pasiones. Esa frase del leño,me fascinó en la película "Estigmatta".