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Una historia del misterio 1

  • Foto del escritor: Javier Arriero
    Javier Arriero
  • 19 jul
  • 5 Min. de lectura


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“La experiencia más bella que podemos sentir es el misterio. En esa emoción fundamental se han basado el verdadero arte y la verdadera ciencia, y esa experiencia engendró también la religión.”

Albert Einstein, el hombre que descubrió una teoría para explicar la luz.



“No tenéis conocimiento”. José Arriero Deocal, alias Chinarro, electricista.


La historia es tanto un conjunto de hechos como el modo en que son contados. Esta es una historia del misterio que voy a publicar por capítulos en este blog; es una de las posibles. No pretende agotar el tema desde la erudición, sino abrir caminos al lector. La historia del misterio es también una historia del silencio. Es un viaje a lo desconocido que el lector debe hacer con las maletas de su propia experiencia.



CAPÍTULO 1: la gran obra de arte


Una historia del misterio debe comenzar en la oscuridad. La oscuridad es un concepto que representa dos de los elementos esenciales del misterio; es una metáfora del desconocimiento, y concreta de forma visual su carácter de absoluto. La oscuridad, como el misterio, no tiene dimensiones; ni ancho, ni alto, ni profundidad, ni tiempo. Es infinita. El misterio solo concluye allí donde comienza la luz. Pero la luz todavía no ha llegado. Puede aparecer en cualquier momento, o nunca. Así que ahí es donde estamos, en la oscuridad. Conscientes de nosotros mismos, pero encogidos, apabullados, temerosos, quietos, porque es imposible moverse a través de algo que carece de referencias. Y de la oscuridad surge este texto con que da comienzo nuestra historia:


Al principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra estaba desierta y vacía. Había tinieblas por encima del abismo y el espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas. Dijo Dios, haya luz, y hubo luz, y separó la luz de las tinieblas.

Creó también los animales y las plantas, y al ser humano como una representación de sí mismo, a su imagen y semejanza, hombre y mujer, y les dijo multiplicaos y dominad la tierra. El séptimo día concluyó la obra, y “estos fueron los orígenes de los cielos y de la tierra cuando fueron creados”. Fin.


Este es el primer relato de la creación. Sus orígenes pueden se remontan a la mitología sumeria, la cultura mesopotámica que en torno al 3.000 antes de Cristo inventa la escritura, separando la historia de la prehistoria. Los sumerios inventan la escritura con fines mercantiles, pero el siguiente uso que le dieron fue el de poner por escrito la larga tradición oral que culmina en el relato del Génesis. Si rastreamos aún más atrás, en las motivaciones que llevaron a la elaboración de una tradición oral, subyace la necesidad de tener un relato semejante, capaz de ordenar el caos. Como demuestra el uso que dieron los sumerios a su mayor invención, la necesidad de disponer de este relato es tan perentoria como el hambre. El ser humano necesita del misterio, pero hay un límite en la oscuridad que puede soportar.


Este primer relato de la creación contenido en el Génesis es transparente. Carece de drama, de duda, de pecado, de cualquier posibilidad de error, y por tanto de humanidad. La única incógnita es Dios, sus motivaciones, su naturaleza, qué hacía el espíritu que barre las aguas antes de ese “Al principio”. Pero en lo que concierne a lo creado, todo está perfectamente explicado. Nada cabe añadir. El Génesis constituye una narración tan completa que no deja lugar a la interpretación del lector. Arroja tal luz que borra todos los rincones y deja una única estancia, inmensa y común.


Pero hay un segundo relato de la creación, inmediatamente posterior al primero. En este segundo relato Dios coloca a Adán en un paraíso, en cuyo centro está el árbol del conocimiento. Después, para consolar la soledad de Adán, extrae a Eva de una de sus costillas, como una especie de invención necesaria y menor.

El paraíso es un jardín soleado, y un jardín es una selva a la que se ha despojado de su oscuridad. Adán y Eva pueden recorrer el Edén de principio a fin o de fin a principio, da igual, porque es como si no avanzaran un paso. Cada tramo es igual al anterior. Sin sorpresa. Sin temor. Hay una única zona de penumbra: el árbol del conocimiento. El fruto prohibido, que acaba atrayéndoles como nos atrae la penumbra, irresistiblemente.


Cuando a Pandora le entregan la caja que no debe abrir y a Adán y Eva le señalan el fruto que no deben comer, el desenlace se ve venir. Cualquier lector podría adivinarlo. Es como introducir una pistola en un relato: el lector sabe que, tarde o temprano, alguien va a dispararla. El autor ya lo ha planeado. Y con esa prohibición deja en manos de los protagonistas la culminación de su obra. Ninguna creación es completa sin aquello que está pero no se ve, sin aquello que está pero no se enuncia. Sin el silencio. Sin el misterio. De modo que Adán y Eva actúan como se espera de ellos, y al morder el fruto completan la obra divina. El pecado ya estaba allí, creado desde el principio. Simplemente, encendieron la luz. Eso sí, al encenderla acabaron con el erotismo del misterio y abrieron paso a la pornografía, que figura en todos los manuales del pecado. Habían desnudado el paraíso. Probablemente fue eso lo que convirtió el Edén en un lugar inhabitable.


Así que Adán y Eva son expulsados a lo que hay fuera, es decir, a la selva. El fruto ha abierto sus ojos, pero eso no quiere decir que vean, porque les rodea la tiniebla. Ahora tienen que desvelar por sí mismos cada palmo de oscuridad.



Para la mayor parte de los seres humanos, durante la mayor parte de la historia, esta narración, u otra muy semejante, ha constituido la única gran respuesta a todas las preguntas. Ha saciado su necesidad de sentido. Eso abarca desde las primeras culturas del Oriente Medio hasta el siglo XX. Es decir, la mayor parte de nuestra existencia. Como respuesta es sencilla, elegante y completa. Hay un autor, así que ha de haber un sentido, aunque lo desconozcamos. Habitamos en una gran obra de arte ideada por Dios.



Vivimos a ras de suelo, así que únicamente podemos atisbar retazos de esa Gran Obra. Algunos de esos retazos pueden parecer absurdos. Pero no lo son. Cuando subamos al lado de Dios veremos la totalidad de la obra.

Pero en este largo caminar en la oscuridad hemos descubierto otra versión de los hechos a través de la experiencia. Esta nueva versión no ha anulado esta narración primigenia, pero ha modificado su lectura; ha transformado la literalidad en alegoría, el documento histórico en metáfora, la crónica en poesía.

Ahora disponemos de otras grandes respuestas. Pero no son únicas. El ser humano ha tenido que abandonar su papel de lector pasivo, y llevar consigo sus propias maletas. Y pesan.


Continuará...


 
 
 

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