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Relación de la vida del capitán Toral y Valdés

  • Foto del escritor: Javier Arriero
    Javier Arriero
  • 17 ago
  • 3 Min. de lectura
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Qué mejor forma para conocer la historia que leer las crónicas de los individuos anónimos que la padecieron en primera persona y escucharla en sus propias palabras. Reflejan una mentalidad y un lenguaje propio que la novela histórica tiende a eliminar en beneficio del puto espectáculo y del entretenimiento, metiéndole más anacronismos que la ciencia ficción. No entendemos a nuestros antepasados porque la mentalidad propia de cada época nos es tan ajena que nos resulta extraterrestre, y en lugar de explorarla porque es interesantísima y relativiza nuestras propias convicciones, debido a estas ficciones baratas, Santiago Posteguillo, al final creemos que un romano es como nosotros pero con túnica. Y ni de coña.


Si la vida en el siglo XVI era perra, la carrera militar era un infierno. Los escenarios bélicos del imperio español (y vamos a llamar a ese imperio de los austrias “español” por resumirlo mucho) son muchos, variados y terribles: desde las trincheras de Flandes a las selvas de centroamérica y el sureste asiático los soldados padecían hambre, enfermedades (muchas) y travesías marítimas mortales (de hasta seis meses de duración) en las que bebían poco, comían menos y fallecían de escorbuto, cuando no naufragaban. En el trayecto a la India, mientras ven cómo una de las naves de la flota se hunde lentamente sin atreverse a socorrerlos, a “un hidalgo, que debía ir en aquel galeón cosa de su obligación, se le saltaron las lágrimas. El maestre le dijo: ¿de qué llora vuesa merced? Respondiole ¿eso se pregunta? ¡De lo que veo! Y le respondió el maestre: este viaje es tan trabajoso que primero le faltarán lágrimas que causa para llorarlas.”


En nuestro siglo, dominado por las imágenes, que no huelen ni chillan, tendemos a concebir la realidad como una serie de escaparates que contienen escenas estilizadas, y eso afecta también al modo en que ideamos el pasado. Nos figuramos a los tercios en acción como si se tratara de una escena de batalla de El señor de los anillos, un cuadro perfecto de mocetones altos, robustos, guapos, fieros y fantásticamente heroicos. Y, por supuesto, españolísimos todos. Pero eso solo es cierto en nuestra imaginación. En los tercios de los austrias lo que más abundaba eran los mercenarios alemanes, italianos, suizos, franceses, incluso irlandeses. Y al pintarnos ese cuadro olvidamos las caries, los parásitos intestinales, los piojos, la mugre, las heridas abiertas, las infecciones, las amputaciones, las plagas recurrentes que se extendían rápidamente entre los ejércitos acampados y que causaban más muertes que el acero. Olvidamos la malnutrición y la brutalidad de un mundo tabernario en que la vida se jugaba a los dados y en los duelos, porque valía nada.


En el ocaso de sus vidas, algunos de estos soldados anónimos redactaron un resumen de méritos y servicios a la corona con el objetivo de solicitar una paga que los sostuviera en la vejez. Esos legajos fueron archivados y olvidados por los sucesivos austrias, y no volvieron a ver la luz hasta el siglo XIX, en que comenzaron a publicarse los más llamativos, como las “Aventuras del capitán Alonso de Contreras” o las memorias de la Monja alférez, Catalina de Erauso (1585-1650), que disfrazada de hombre tuvo una larga carrera militar salpicada de aventuras demenciales y duelos, como cualquier espadachín de su época.


Uno de esos soldados anónimos es Domingo de Toral, que tras una infancia picaresca se ve obligado a cambiar de aires tras dar muerte a un paje y se alista en Alcalá de Henares en una compañía con destino a Flandes. Pese a su juventud, es admitido. En este momento, en torno a 1615, los reclutadores aún pueden permitirse rechazar a los menos aptos o a los más imberbes. Tan solo una generación después aparecerán maleantes especializados en secuestrar mozos para obligarlos a enrolarse, porque nadie querrá hacerlo. Esta decepción imperial es la que refleja la autobiografía de Toral. Sobrevive milagrosamente a un larguísimo conjunto de desdichas; a Flandes llega ya desnudo, porque la paga es tan escasa que no le da ni para alimentarse, menos aún para comprar ropa, que se le deshace. Y a eso le siguen enfermedades, espadazos, disparos de arcabuz y de cañón y hasta flechas envenenadas en un recorrido por ese mundo inmenso en el que no se pone el sol. Todo para nada, pese a que alcanza el rango de capitán. Todo para acabar sus días rogando una pensión real, que no sabemos si le fue concedida. Mientras, los austrias, empeñados en guerras constantes y absurdas para mantener el dominio de sus posesiones hereditarias y el catolicismo frente a los protestantismo, depauperan Castilla, su principal fuente de poder, y malgastan los enormes recursos de América, cuya lluvia de oro y plata no genera riqueza, sino inflación, y que ya está empeñada antes incluso de desembarcarla.

 
 
 

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