Quiero y no puedo, una historia de los pijos de España, de Raquel Peláez
- Javier Arriero

- 6 ago
- 3 Min. de lectura

Los pobres no siempre tienen conciencia de clase (así nos va) pero los ricos sí. Mucha. Y ejercen la lucha de clases de forma implacable y constante. Porque para que haya ricos ha de haber pobres. Todos querríamos pertenecer a la clase ociosa, pero al final alguien tiene que trabajar para que comamos. Y no serán ellos.
Pero para que haya conciencia de clase primero ha de haber un sentido de pertenencia y un reconocimiento mutuo. Y en todas las sociedades la identidad se establece a través de una serie de símbolos externos fácilmente reconocibles, porque de lo que se trata es de reconocerse y ser reconocido. Una indumentaria determinada, una forma de comportamiento concreta, incluso un idiolecto distinguible (ay, las esssssessssssss) conforman una estética cuyo objetivo es excluir a quien no pertenece a nuestro grupo.
Pero hay un modo de camuflarse para lograr que los zánganos te confundan con uno de los suyos y te introduzcan en esa elitista red de contactos (el networking, nombre molón para las redes clientelares de siempre) que los sostiene y que tan vital resulta para establecer grupos de presión que les permitan mantener sus privilegios (y no es el único medio que emplean para proteger sus intereses de clase; tienen medios de comunicación para aburrir, por ejemplo). Siempre hay alguien dispuesto a echar una mano a aquel que puede devolver el favor. Pero si no lo puedes devolver, porque eres pobre, la mano te la echan al cuello. Vito Corleone no malgasta favores en quien no puede devolverlos. Y para lograr introducirse en esa red estelar, que es tan inalcanzable como inamovible, los pobres intentan camuflarse, ya sea de forma consciente (malo) o inconsciente (peor). Y lo hacen imitando la estética de la opulencia. Dentro de sus posibilidades, claro. Un palacio no te vas a comprar, pero para un polo de lacoste sí que te llega. Y un yate tampoco, pero unos mocasines de los se calzan los que tienen yate, sí. Total, la sociedad es un baile de máscaras.
De esa emulación da cuenta este magnífico libro, escrito con muchísimo conocimiento (tanto vital como teórico) pero sin alardes, con desparpajo y humor, aunque no sea un chiste. Es un recorrido clarificador por la historia económica de España (donde cambie lo que cambie todo sigue igual) y de la clase alta española, picaresca, canalla y parasitaria. Son de corcho, por muchas veces que naufrague o hagan naufragar a España flotan siempre. Solo los pobres se ahogan, precisamente por la maraña de contactos funciona como una red de seguridad y mientras caen del trapecio, se ríen. Lo único de lo que tienen que preocuparse es de evitar que en esa red se infiltren los quiero y no puedo, porque no pueden, y por tanto, son mendicantes. Y lo logran luciendo relojes que cuestan tanto como un edificio y dan la hora con precisión cuando te sumerges a doce mil metros (implosionas antes de alcanzar esa profundidad, pero ese no es el tema) y bolsos de piel de escroto de musaraña cosidos a mano por hadas irlandesas. No se trata de si el adminículo en cuestión es más o menos bonito (¡solo es un bolso, coño!) sino de si es más o menos exclusivo, precisamente porque de eso va, de excluir.
Hasta aquí, lo esperable. El problema es que muchos pobres ansían ser como ellos con tantísimas ganas que acaban deslizándose en el delirio del quiero y no puedo, y al final la tontería les lleva a votar contra sus propios intereses. En ese sentido, también les son útiles. Aunque les resulta insultante que la España que madruga los imite pobremente, porque les confunde las señales, y se ven obligados a cambiarlas.
¿Sabías que el término pardillo procede de aquellos que vestían de paño burdo, marrón, frente a la indumentaria de la corte, que en tiempos de los austrias era negra azabache? Nadie quiere parecer pardillo, es lógico. Pero algunos lo acaban siendo doblemente cuando se disfrazan.



Sí, es algo que yo también he observado; como nos fijamos en querer ser como los ricos/pijos, y que nos lo cuenta técnicamente Veblen en su teoría de las clases ociosas