Lecturas erróneas que cambiaron el mundo 1: Alejandro interpreta erróneamente la Iliada y conquista el mundo conocido y parte del desconocido
- Javier Arriero

- 29 jun
- 5 Min. de lectura

En 1987 se estrena la película “Wall Street”, dirigida por Oliver Stone e interpretada por Michael Douglas y Charlee Sheen. Es un retrato descarnado del capitalismo en su vertiente más destructiva. Gordon Gekko, el personaje encarnado por Michael Douglas, es un inversor sin escrúpulos para quien el dinero es una obsesión. Bud Fox, el personaje encarnado por Charlee Sheen, es el joven de principios que se enfrenta a él y le vence en sus mismos términos, saltándose la ley. Pero una parte del público no leyó el mensaje crítico hacia el neoliberalismo que la película transmitía. Se quedó en la superficie. Leyó la película erróneamente. Gekko era la encarnación del capitalismo despiadado, pero poseía lo que todos quieren poseer en un orden capitalista: mucho dinero. Y estaba investido del poder que el dinero concede, y hacía ostentación de esa riqueza, como si la ostentación fuera en sí misma un objetivo vital. Gekko estaba vacío y era la encarnación del mal, pero el mal es seductor y el vacío nos succiona; lo que el personaje de Gekko provocó en las generaciones más jóvenes fue un afán de emulación.
Eso mismo sucedió con Alejandro de Macedonia y la Iliada.

Alejandro llevaba siempre consigo una copia de la Iliada. La leía constantemente, la guardaba bajo la almohada, la tomaba como referencia para guiar su propia vida; trataba desesperadamente de imitar a Aquiles y su épica guerrera, como un Quijote enloquecido tras leer novelas de caballería. Pero este Quijote encabezaba un ejército temible. Aquiles, esa figura de ficción más bien vacía, que trata de llenarse de gloria precisamente porque lo está, le empujaba a ampliar sus conquistas hasta más allá del sentido común. Incluso tenía a su propio Patroclo, de nombre Hefestión. Hasta ese extremo absurdo imitaba a Aquiles.
Alejandro hizo una lectura de la Iliada alucinatoria y profundamente errónea. La Iliada no cuenta la guerra de Troya, sino la cólera de Aquiles. Tras ser afrentado por el rey Agamenón, Aquiles descubre que su verdadero enemigo no son los troyanos, sino los griegos. Y, dominado por la cólera, se niega a luchar. Patroclo, su amado, contraviniendo sus órdenes, se lanza a la batalla investido de su armadura y muere a manos del héroe troyano Héctor. Aquiles venga a Patroclo matando a Héctor en un combate singular. Y, en una muestra de odio desbocado, casi inhumano, Aquiles arrastra el cadáver de Héctor hasta su propio campamento, uncido al carro por los talones, negándole la sepultura y negándole su cuerpo a su padre, a su esposa, a sus hijos, a sus conciudadanos. Pero Príamo, el anciano padre de Héctor, se presenta solo, desarmado y suplicante ante la tienda de Aquiles y le reclama entre lágrimas el cadáver. Aquiles, conmovido, entrega el cuerpo de Héctor a su padre para que pueda honrarlo. En este momento sublime y concluyente, la cólera de Aquiles se aplaca por fin y reconoce en sus enemigos una misma humanidad compartida.
Pese a narrar las luchas titánicas de los héroes, La Iliada es, finalmente, una obra sobre la empatía. Homero no dibuja a los troyanos como una encarnación del mal absoluto, como si se tratara de orcos. Héctor es un padre de familia responsable y cariñoso al que adoran su mujer y sus hijos, un hijo ejemplar y un conciudadano que afronta su responsabilidad hasta el final. Lucha contra su voluntad, obligado a defender a su familia y a su ciudad. Los griegos, en cambio, se nos presentan como un grupo de saqueadores, tiranizados por Agamenón, que han arribado a las costas troyanas como piratas sedientos de sangre con la excusa de una afrenta de honor absurda. Héctor nos representa a todos nosotros. Aquiles, a ninguno. Aquiles es la furia sorda, y participa en este despropósito solo por afán de gloria, renunciando a una vida feliz y longeva en su preciosa y pequeña isla. Gekko es un capitalista que carece de lazos sociales y de corazón. Aquiles es un guerrero que, como Gekko, ha renunciado a una vida plácida para ser, exclusivamente un guerrero, el mejor de todos ellos. Y por tanto, Aquiles, como Gekko, es un vacío bajo una reluciente coraza de bronce.
La Iliada no cuenta la totalidad de la guerra de Troya. Finaliza cuando las lágrimas de Príamo apagan las llamas de Aquiles. Cuando el terrible Aquiles comprende que el enemigo es tan humano como él mismo. O incluso, más. Y si la Iliada se redujera a contar una guerra, lo que cuenta es que la guerra es un sinsentido. Que lo que importa es la humanidad común de amigos y enemigos, y que el reconocimiento de esa humanidad es lo único que puede detener esa locura sangrienta.

Pero Alejandro no supo leer lo que la Iliada cuenta realmente. Al igual que la generación de jóvenes chacales que admiró a Gekko y lo tomó como modelo (aunque Gekko es un modelo imposible, porque es tan simple que apenas es humano) Alejandro tomó como modelo a Aquiles, el furioso hueco, y no a Héctor, ese personaje humano y complejo que es prácticamente el único al que el lector de la Iliada puede comprender plenamente, y por tanto el único con el que puede empatizar. Alejandro inició la guerra contra Persia para sustituir a la clase dirigente persa por la clase dirigente macedonia. Pero eso no le bastaba. Pretendiendo imitar a Aquiles, Alejandro se lanzó a la guerra, también, por afán de gloria. Cuando conquistó el mundo conocido su hambre de gloria no estaba saciada, así que intentó conquistar el mundo desconocido. Siguió hasta más allá de los confines de Persia, hasta la India, arrastrando a sus hombres a una masacre infinita que solo se detuvo cuando se sublevaron, negándose a continuar. Y Alejandro les castigó por ello con un retorno terrible, a través de un desierto abrasador en el que miles de ellos murieron de sed y de agotamiento.
Y sin embargo, no aprendemos del error de Alejandro. Nosotros también leemos mal sus actos, y los calificamos como hazaña. Alejandro fue un Aquiles que pretendía dominar el universo, someter a la totalidad de sus congéneres, ser admirado por ello y obtener así la fama eterna. Y la obtuvo. Pero, a cambio, se vació de sentido.
En favor de Alejandro se puede argumentar que , al igual que Aquiles respecto a Príamo, tras retornar de este viaje salvaje quiso tratar a la clase dirigente persa como a iguales. En parte, porque en su mente los persas eran troyanos, y Aquiles, finalmente, compadeció a su enemigo (tras derrotarlo, eso sí). Pero probablemente también pesaba en su magnanimidad la necesidad de usar a los restos de la clase dirigente persa para administrar el imperio que había creado, y que difícilmente podía sostenerse a punta de espada con las limitadas fuerzas macedónicas.
Un beneficio inesperado de esta asombrosa influencia de la ficción sobre la realidad fue la expansión de la Koiné, la lengua común griega. Para los griegos, que siempre fueron xenófobos y carecían de unidad política, la lengua constituía el símbolo de una identidad común, lo que les identificaba como semejantes. Por tanto, aquellos que hablaban una lengua distinta a ellos eran bárbaros, incivilizados, inferiores, miembros de una humanidad “otra”, ajena y despreciable. Pero, gracias a las conquistas de Alejandro, la lengua común griega se expandió por Oriente. Cuando los orientales comenzaron a expresarse en la lengua común griega, por fin los griegos los aceptaron como iguales. Así es como fue generándose poco a poco un sentimiento de humanidad universal.




Una reseña homérica!!! 😉