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Lecturas erróneas 2: César lee erróneamente la biografía de Alejandro y conquista Roma

  • Foto del escritor: Javier Arriero
    Javier Arriero
  • 15 jul
  • 6 Min. de lectura
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Según Suetonio, estando en Cádiz, César:

"viendo cerca de un templo de Hércules la estatua de Alejandro Magno, suspiró profundamente como lamentando su inacción; y censurando no haber realizado todavía nada digno a la misma edad en que Alejandro ya había conquistado el mundo, dimitió en seguida su cargo para regresar a Roma y aguardar en ella la oportunidad de grandes acontecimientos". (Suetonio, "Vida de Julio César", VII). 


Plutarco refiere la misma anécdota, pero carga más las tintas:

"después de leer algunas partes de la historia de Alejandro, él se sentó un gran rato muy meditabundo, y al final rompió en lágrimas. Sus amigos estaban sorprendidos, y le preguntaron la razón de ello. '¿Piensas', dijo él, 'que yo no tengo causa para llorar, cuando considero que Alejandro a mi edad había conquistado tantas naciones, y yo en este tiempo no he hecho nada que sea tan memorable'?" (Plutarco, "Julio César", XI). 



Ambas anécdotas, escritas un siglo después de la muerte de César, quizá no sean literalmente ciertas, pero lo son en espíritu.


Si Alejandro realizó una lectura profundamente errónea de la Ilíada, César realizó una lectura profundamente errónea de la biografía (idealizada por los autores griegos contemporáneos) de Alejandro. La ficción es poderosísima, y leer erróneamente una obra de ficción puede conducir a la muerte. La ajena, y también la propia.


Lo que César leyó en Alejandro es que el dominio del mundo era posible. Y que podía lograrlo un solo hombre con una voluntad férrea, una ambición ilimitada y un ejército que le siguiera incondicionalmente. Y ese hombre debía ser, ante todo, un seductor. Porque la clave del éxito de Alejandro, lo que le había hecho invencible, no era su capacidad de suscitar terror, sino la de suscitar admiración. Y una ciega adhesión.

Pero la Roma republicana no era un reino, como Macedonia, así que César también necesitaba un grupo de afines que ocuparan los puestos clave en el complejo entramado de la política romana. Necesitaba un partido político. Y el partido de los populares, el que representaba los intereses de la plebe, era el que tenía más a mano, porque era el partido al que su familia, tradicionalmente, había apoyado.


César no pretendía ser un déspota, como no lo había sido Alejandro. No pretendía vencer. Sabía que era imposible limitarse a vencer en una guerra civil, como intentaron hacer Mario y Sila, porque, como había sucedido con Mario y Sila, la oposición reviviría, provocando una nueva guerra civil. Por eso César no solo quería vencer, quería convencer. Y para ello no le bastaba con ser heroico, ni con ser poderoso. Tenía que ser, ante todo, conciliador y magnánimo para generar adhesiones. César pretendía seducir a la humanidad entera, como suponía que había hecho Alejandro, desde el último legionario hasta el primer cónsul. Seducía a las mujeres, a los hombres, a sus centuriones, a los centuriones enemigos, a los senadores de su partido, a los senadores de la oposición. Incluso, pretendía seducir a sus más recalcitrantes enemigos, perdonándolos entre sentidos abrazos. O incluso llorándolos como lloró, o fingió hacerlo, cuando le entregaron la cabeza de Pompeyo. Su perdón era amplísimo, pero condicionado: a cambio de su magnanimidad debían reconocerle como rey. Al principio, de hecho. Pero finalmente, también, por ley.


Pero si Alejandro concebía el mundo como aquello que estaba más allá de sus fronteras, el único mundo que de verdad interesaba a César era el que estaba dentro de ellas. El mundo, para César, era Roma. Y eso es lo que César pretendió siempre subyugar.


La conquista de la Galia, para él, fue un medio, no un fin. Cuando pudo disponer del ansiado ejército que necesitaba para conquistar Roma, lo lanzó primero sobre las Galias como una jauría de lobos sobre un rebaño, porque someter a aquellos que una vez habían saqueado Roma en un pasado no ya lejano, sino legendario, constituiría en sí misma una hazaña legendaria. De ese modo ganaría los corazones de los romanos. Y también la lealtad de los soldados, enriquecidos por el botín.


La Galia era una región habitada por varias comunidades que compartían una cultura común, pero no conformaban una unidad política. A menudo, las distintas tribus combatían entre sí. Y ninguna de ellas eran rivales para el ejército romano, perfectamente entrenado y armado, que presentaba batalla en formaciones compactas que jamás retrocedían. Los galos tan solo disponían de una reducida casta de guerreros, con tendencia a buscar el combate singular, seguidos por una turbamulta de campesinos mal armados. Un ejército disciplinado, como habían demostrado ya los primeros hoplitas griegos, era un ejército invencible frente a cualquier turbamulta indisciplinada, por numerosa que fuera.


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César, que siempre fue un hábil propagandista de sí mismo (virtud rara en los egocéntricos) describió esta guerra de las Galias en una narración ideada para ser leída en voz alta, por capítulos, en el único lugar donde le importaba ser escuchado, el foro de Roma. Así todos los ciudadanos podían conocer esta lucha titánica comandada por César, el irresistible caudillo que se abría paso a punta de espada entre las densas masas de aterradores guerreros galos, que finalmente huían despavoridos a su paso. Incluso, condujo las armas romanas a Britania, más allá del mundo conocido. O, al menos, más allá del mundo que a Roma le interesaba conocer, porque Britania carecía de riquezas.


César, en “La guerra de las Galias”, describió a un enemigo temerario, salvaje y traicionero, capaz de reunir ejércitos descomunales a los que hacía frente con los escasos legionarios de los que disponía; legionarios a los que César conocía por su nombre, de cuyo bienestar se preocupaba, a los que trataba como a camaradas, y junto a los cuales luchaba incluso en primera línea, encabezándolos cuando todo parecía perdido. Así pergeñó la figura del general soñado por cualquier soldado, y de la que obtendría muchas ventajas cuando llegara el momento adecuado.


Pero “La guerra de las Galias” no contaba toda la verdad. Los galos retrocedían sin resistirse, evitando la batalla campal, porque no podían hacer frente a las legiones. Siempre que lo habían intentado, habían sido derrotados. Lo único que podían hacer los caudillos galos era practicar una política de tierra quemada, vaciar sus ciudades ante la llegada del enemigo y quemar los campos de cultivo para evitar que las legiones pudieran abastecerse sobre el terreno. Esa política provocaba una profunda desafección entre sus propios aliados. Incapaces de seguir retrocediendo, el último ejército galo se refugió en Alesia, y César lo sometió a asedio. La derrota era inevitable, y así se consumó la conquista de las Galias. El territorio quedó devastado, lo que no quedó devastado fue saqueado, y miles y miles de galos fueron vendidos como esclavos. César repartió una porción sustanciosa del botín entre sus soldados porque pretendía ganarse su fidelidad. Los necesitaba para la siguiente fase de su plan, la más importante: conquistar Roma.

Y logró conquistar Roma, aunque esa conquista costó más sangre de la que le hubiera gustado. Los galos eran considerados bárbaros, poco menos que animales, pero en la guerra civil con Pompeyo los que morían eran sus conciudadanos, y sus conciudadanos no iban a olvidar que César había provocado esa guerra entre hermanos.


Tras la victoria sobre Roma, César anunció que se disponía a seguir emulando a Alejandro lanzándose a la conquista de Partia. Pero antes, también emulando a Alejandro, trató de llegar más lejos de lo que había llegado ningún otro romano, pero en el interior de sus propias fronteras. Tal vez no formara parte de su plan desde el inicio, tal vez lo cegó su ambición ilimitada, tal vez consideró que era el único modo de evitar nuevas guerras civiles, pero, fuera lo uno o lo otro, dio pasos sutiles hacia su propia coronación. Ya no le bastaba con el sometimiento de sus conciudadanos, tampoco le bastaba con su admiración: quería su pleitesía.


Y ahí es donde aquellos a los que había tratado de seducir, aquellos a los que había cubierto de honores, aquellos a los que había perdonado generosamente cuando ya los había derrotado, dejaron de considerarle uno de los suyos. Porque los romanos no tienen reyes. Eso formaba parte del sentido de identidad más profunda de los romanos. Por tanto, si César pretendía ser rey, dejaba inmediatamente de ser romano. Lo apuñalaron entre todos, con tanta pasión, con tanto odio, que se pareció mucho a un acto de amor desesperado.

Alejandro nunca logró concitar un odio tan unánime. Y ese es el único aspecto en que César logró superarlo.



 
 
 

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